La crisis de la democracia y la lección de los clásicos
1. Mi razonamiento se basa en una frase que se lee al final de la carta programática con la que se ha convocado la convención sobre “La política entre sujetos e instituciones”: “En el espacio de la política parecen anudarse, en sustancia, todas las cuestiones planteadas (en términos incluso internacionales). Por ello resulta inevitable preguntarse si no están cambiando sus connotaciones, sus leyes de movimiento, su forma de producirse”. No, no estoy de acuerdo. E, incluso, me pregunto si en estos días, ante la explosión de la violencia terrorista en el interior de nuestro estado y a la forma en que responde nuestro gobierno limitando las libertades constitucionales, por un lado, y frente a la invasión de Afganistán por parte de la Unión Soviética, y al modo en que responde la otra gran potencia amenazando con sanciones económicas y medidas militares en el escenario internacional, por el otro, la política no muestra, más que nunca, su real, inmutable y profunda naturaleza. A la pregunta de si no están cambiando las y las de la política, siento la tentación de responder, aun cuando sólo sea como una especie de provocación: Nil sub sole novi. Y de repetir con Maquiavelo.(1)
No he citado a Maquiavelo por casualidad. Para no engañarnos por las apariencias ni ser inducidos a creer que cada diez años la historia empieza de nuevo, es preciso tener mucha paciencia y saber escuchar de nuevo las lecciones de los clásicos. Una lección que Marx había aprendido y que los marxistas y neomarxistas, que desdeñan demasiado a menudo ir más allá de Marx, han olvidado casi siempre. Entre otras cosas creo que actualmente el marxismo está atravesando una de sus crisis recurrentes y, si no me engaño, una de las mayores, y que el único modo serio de volver a darle a Marx el sitio que le corresponde en la historia del pensamiento político (no me refiero a la historia del pensamiento económico y a la historia de la filosofía que están fuera de nuestro debate pero presumo que el argumento no debería ser tan distinto) sea el de considerarlo como uno de los clásicos cuyas lecciones deben ser continuamente escuchadas y profundizadas, aun cuando no se esté dispuesto a creer que la verdad empieza en él y acaba con él.
Según la lección de los clásicos, que se suele hacer empezar por comodidad en Maquiavelo únicamente porque el pensamiento de Maquiavelo acompaña la formación del estado moderno, pero que se podría hacer empezar mucho más atrás, una lección, téngase en cuenta, que es también la de Marx, la política es la esfera donde se desarrollan las relaciones de dominio, entendido dicho dominio en su expresión más intensa, como el poder que puede recurrir, para alcanzar sus propios fines, en última instancia, o extrema ratio, a la fuerza física. Dicho de otra forma, el uso de la fuerza física, aún en última instancia, aún como extrema ratio, es carácter específico del poder político. El estado puede ser definido como el detentador del poder político y, por tanto, como medio y fin de la acción política de los individuos y de los grupos en conflicto entre sí, en cuanto es el conjunto de las instituciones que en un determinado territorio disponen, y están capacitadas para valerse de ella en el momento oportuno, de la fuerza física para resolver el conflicto entre los individuos y entre los grupos. Y puede disponer, y está capacitado para utilizar, de la fuerza física por cuanto tiene el monopolio de la misma. El abc de la teoría del estado, prescindiendo del cual no se logrará nunca comprender porque existe el estado, y al no comprenderlo se fantasea acerca de una posible extinción del mismo, es la hipótesis hobbesiana, que brevemente puede enunciarse así: la necesidad del estado nace de la convicción racional de los individuos según la cual el uso indiscriminado de las fuerzas privadas en libre competencia entre sí genera un estado autodestructivo de guerra de todos contra todos, y de la consiguiente renuncia por parte de cada uno al uso privado de la fuerza en favor del soberano que, a partir del momento en que se produce dicha renuncia, se convierte en el único titular del derecho a disponer de ella. La expresión , que se deriva de una evidente y correcta analogía entre la eliminación del libre mercado y la eliminación de la libre guerra, no es de Hobbes, sino de Max Weber, quien al adoptarla no se olvidó que antes que nada era un economista. Pero sirve perfectamente para representar la hipótesis hobbesiana del estado que nace de la necesidad en la que se encuentran los individuos racionales de
sustituir la pluralidad de los poderes de los individuos singulares por la unidad del (esta expresión sí que es de Hobbes).(2)
No es distinto el concepto que Marx tiene del estado, con la diferencia de que él explica de una forma mucho más realista el nacimiento del estado no partiendo de una hipotética guerra de todos contra todos, que tuvo lugar en un estado de naturaleza construido racionalmente, sino de una histórica lucha de clases derivada, a su vez, de la división del trabajo, con la consecuencia de que esa que es, según Marx, el estado, es considerada no ya como el , sino como el poder de la clase dominante y, por tanto, el poder de una parte de la sociedad sobre la otra.
No valdría la pena insistir sobre la validez nunca venida a menos de la hipótesis hobbesiana si no fuera por la injustificada fortuna que ha tenido una interpretación del pensamiento de Hobbes, según la cual el estado de naturaleza, que Hobbes define repetidamente como de , ha sido entendido no como una representación llevada hasta sus últimas consecuencias de la guerra civil, o también del estado de guerra permanente tal vez más frecuentemente en estado latente entre los estados soberanos, sino como una prefiguración de la sociedad de mercado. (3)De una interpretación de este tipo se puede decir que, en vez de intentar comprender el pensamiento político de Marx a través del de Hobbes, ha intentado comprender el pensamiento político de Hobbes a través del de Marx, con el resultado de falsear el primero y hacer menos comprensible el segundo. Cualquier lector atento de las obras de Hobbes sabe cuantos y de que peso son los párrafos en los que éste identifica al estado de naturaleza con el estado de guerra y, en particular, con el estado de guerra civil, y por lo tanto con el antiestado, y que pocos e insignificantes son los párrafos que se pueden aducir estrujando y comprimiendo los textos para encontrar en la descripción del estado de naturaleza la prefiguración de la sociedad de mercado. Pero prescindiendo incluso del examen de los textos, la sociedad de mercado es, en la interpretación histórica corriente, exactamente lo opuesto al estado de naturaleza hobbesiano: mientras que éste es la esfera en la que se desencadenan las pasiones humanas, como la avidez por la ganancia, la desconfianza recíproca y la vanagloria, aquélla es concebida desde los inicios de la ciencia económica como el campo en el que hacen su aparición y son puestos a prueba los intereses bien calculados y el que el hombre ejercita ese cálculo de los intereses que según la definición hobbesiana de la razón como cálculo, es la más elemental expresión de la racionalidad humana. Y dado que es un cálculo racional lo que induce al hombre a salir del estado de naturaleza y a instituir la sociedad civil, ésta se contrapone cabalmente como estado del hombre de razón con el estado de naturaleza entendido como estado del hombre de pasión. En otras palabras, mientras el estado de naturaleza hobbesiano es el estado en que los hombres seguirían viviendo si no fueran también seres racionales, o sea, capaces de hacer el cálculo de sus propios intereses, la sociedad de mercado es una de las más singulares expresiones, como el lenguaje, de la racionalidad espontánea, por cuanto consiste en una red de relaciones cuya armonía no depende de una imposición, como lo es precisamente la que es ejercida por el estado para dominar las pasiones, sino que se deriva de una composición natural, o sea, inherente a la propia naturaleza de los intereses en juego (la denominada ). Como tal, el mercado no debe evitarse o suprimirse sino que debe redescubrirse y liberarse de todos los obstáculos que le impiden su libre movimiento, provenientes precisamente de ese poder político que, según Hobbes, representa en cambio el triunfo de la razón sobre la no razón, de la racionalidad impuesta (porque, para Hobbes, la racionalidad sólo puede ser impuesta como la libertad para Rousseau) sobre la espontaneidad que es por sí misma irracional y acaba por conducir al hombre naturaliter pasional a su propia perdición. Que los primeros críticos de la economía burguesa, entre los que estaba el propio Marx, hayan visto en la sociedad de mercado, además del producto de una racionalidad espontánea, la fuente de una permanente anarquía, de una hobbesiana guerra de todos contra todos, no es una buena razón para retrotraer una crítica de este tipo a Hobbes, para el cual la disolución del estado que traslada a los hombres al estado de naturaleza no depende tanto de causas económicas sino de la difusión a través de los demagogos y los falsos profetas de teorías sediciosas. Si es cierto que Marx ha puesto al hombre de pie con respecto a Hegel, con mayor razón eso es cierto con respecto a Hobbes.
Una vez admitido, por tanto, que existe un estado cuando sobre un determinado territorio se ha llevado a cabo el proceso de monopolización de la fuerza física, de ello se sigue que el
estado, o la , como se dice ahora, deja de existir cuando, en determinadas situaciones de acentuada y e irreducible conflictualidad, el monopolio de la fuerza física va a menos o incluso, como sucede en las relaciones internacionales, no ha existido nunca. Una prueba de ello es que el estado puede consentir a la desmonopolización del poder económico, como sucedió en el período áureo de la formación (y aún más de la ideología) del estado burgués, concebido como puro instrumento de regulación de los conflictos económicos que surgen en la sociedad civil, del estado no intervencionista, o neutral. Puede consentir a la desmonopolización del poder ideológico, como sucede siempre en los estados no confesionales (en el más amplio sentido de la palabra), en los que no existe una religión o, lo que es lo mismo, una doctrina o una ideología oficial, y son reconocidos los derechos de libertad religiosa y opinión pública. Pero no puede consentir a la desmonopolización del uso de la fuerza física sin dejar de ser un estado. Que Hobbes considerase necesario, además del monopolio de la fuerza física, también el monopolio del poder ideológico (pero no del poder económico), no impide que la conditio sine qua non de la existencia del estado fuera para él no el segundo sino el primero, hasta tal extremo que él combate como , que deben prohibirse, todas esas teorías que, de una u otra forma, discuten la necesidad del estado precisamente como único detentador del poder coactivo.
Que exista un estado cuando en un determinado territorio existe un centro de poder que detenta el monopolio de la fuerza no significa que este inmenso y exclusivo poder constituido por la posesión del monopolio de la fuerza sea ejercido en todos los estados de la misma forma. El estado que ejercita el poder coactivo , como habría dicho Montesquieu, es el estado despótico, el estado en su esencia, o, si se quiere, el estado en el momento de su origen ideal del desorden, del caos, de la anarquía del estado de naturaleza. Pero el estado despótico no se identifica con el estado tout court. En los grandes estados de occidente la historia ideal del estado puede ser representada como recorriendo otras dos etapas: la del estado de derecho y la del estado que, además de ser de derecho, es también democrático.
El estado de derecho, entendido el derecho kelsenianamente como el conjunto de las normas que reglan el uso de la fuerza, puede ser definido como el estado en el que el poder coactivo no es ejercido por el soberano a su arbitrio sino que existen unas normas generales y abstractas, y por tanto no válidas caso por caso, que establecen quién está autorizado a ejercer la fuerza, cuándo, o sea, en qué circunstancias, cómo, o sea, a través de qué procedimientos (lo cual significa que, excepto en caso de fuerza mayor el poder ejecutivo puede usar la fuerza de que dispone sólo después de un proceso regular), y en qué medida, lo que tiene como consecuencia que deba haber una determinada proporción, establecida de una vez por todas, entre culpa y castigo. A diferencia de lo que ocurre en el estado despótico, en el estado de derecho es posible distinguir no sólo la fuerza legítima de la ilegítima (considerando legítima cualquier acción que provenga del soberano, o sea del que posee el poder efectivo), sino también la fuerza legal de la ilegal, o sea, la fuerza basándose en leyes preestablecidas y la fuerza utilizada contra las leyes. La lucha por la instauración y el progresivo perfeccionamiento del estado de derecho es la lucha para el establecimiento y la ampliación de los límites del uso de la fuerza. Considero otras tantas batallas para el estado de derecho, entendido rigurosamente como el estado en el que el uso de la fuerza es paulatinamente regulado y limitado, las batallas para la mejora de las condiciones de vida en los manicomios y en las cárceles. Lo que se cuestiona en estas batallas es la limitación del uso de la fuerza tomando como base la distinción entre uso lícito y uso ilícito, y a través de las restricciones del uso lícito y la ampliación del ilícito. Una ley que establece que los padres no pueden pegar a sus hijos, ni los maestros a sus alumnos, entraría perfectamente en el esbozo general del estado de derecho, o sea, en un tipo de estado en el que cada forma de ejercicio de la fuerza física esta regulada por unas normas que permiten distinguir el uso legal del uso ilegal.
Recurrir a la fuerza es el medio tradicional y más eficaz (tradicional precisamente por su gran eficacia) de resolver los conflictos sociales. Y no basta regularlo para limitarlo y aun menos para eliminarlo. Uno de los mayores problemas de cualquier convivencia civil es de crear instituciones que permitan resolver los conflictos, si no todos los conflictos que puedan surgir en una sociedad, al menos la mayor parte, sin que sea necesario recurrir a la fuerza, más bien a la fuerza legítima, porque es la ejercida por el soberano, y legal, porque es ejercida en el ámbito de las leyes que la regulan. El conjunto de las instituciones que hacen posible la
solución de los conflictos sin recurrir a la fuerza constituyen, además del estado de derecho, el estado democrático, lo que equivale a decir el estado en el que está vigente la regla fundamental de que en cada conflicto el vencedor no es ya quien tiene más fuerza física sino más fuerza persuasiva, o sea, aquél que con la fuerza de persuasión (o de la hábil propaganda o incluso de la fraudulenta manipulación) ha logrado conquistar la mayoría de votos. Utilizando un lenguaje funcionalístico se puede decir que el método democrático es el sustituto funcional del uso de la fuerza para la solución de los conflictos sociales. Un sustituto no exclusivo, pero del que no se puede desconocer su enorme importancia para reducir el ámbito del puro dominio: el debate en vez del enfrenta-miento físico, y después del debate el voto en vez de eliminar físicamente al adversario. Mientras la institución del estado de derecho influye sobre el uso de la fuerza regulándola, la institución del estado democrático influye en ella reduciendo su espacio de aplicación.
La distinción de estos tres momentos en la formación del estado moderno -el estado como pura potencia, el estado de derecho y el estado democrático- es un esquema conceptual que vale lo que vale. Vale como todos los esquemas para poner un poco de orden en la discusión. Y, en particular, a mí me sirve para iniciar un debate sobre la actual crisis de las instituciones en nuestro país. Invirtiendo el orden de los tres momentos, la gravedad de la crisis institucional de nuestro país consiste en el hecho de que, ante todo, está en crisis el estado democrático (sobre el cual deseo detenerme de modo particular en la segunda parte de mi exposición); y está en crisis el estado de derecho en el sentido de que están yendo a menos algunas garantías acerca del uso de la fuerza legítima; está en crisis el propio estado como tal, en cuanto pura potencia, como se hace cada día más evidente al ver extenderse la violencia privada y la increíble capacidad que la misma tiene para resistir eficazmente a la ofensiva de la violencia pública. Se trata de tres crisis distintas, que se sitúan a tres distintos niveles de la formación del estado moderno, pero que están estrechamente relacionadas. La ineficiencia de nuestra democracia induce a grupos revolucionarios y subversivos a intentar resolver con la fuerza los problemas que el método democrático mal usado no logra resolver, lo cual pone en entredicho al propio estado como el único detentador de la fuerza legítima; la tendencia resolver los conflictos con la fuerza conduce a la gradual suspensión de algunas normas características del estado de derecho; el deterioro del estado de derecho agrava la crisis de la democracia dando lugar a un auténtico y real círculo vicioso.
2. Me detengo de forma particular en la crisis de la democracia tanto porque es el objeto principal del debate no sólo en Italia, como también, al menos en el caso de nuestro país, es la crisis principal que arrastra detrás de sí a las otras dos. Continúo por tanto completo ese párrafo de un escrito anterior en el que había presentado cuatro paradojas de la democracia derivadas: a) del contraste entre democracia, considerada tradicionalmente como el régimen adecuado para las pequeñas comunidades, y las grandes organizaciones; b) del contraste entre la eficacia del control democrático y el aumento desproporcionado, precisamente como consecuencia del desarrollo democrático, del aparato burocrático del estado; c) del contraste entre la incompetencia del ciudadano situado frente a problemas cada vez más complejos y la exigencia de soluciones técnicas accesibles sólo a los especialistas; d) del contraste, finalmente, entre el presupuesto ético de la democracia, la autonomía del individuo, y la sociedad de masas, caracterizada por el individuo heterodirigido.(4) Para definir con una expresión el nuevo tema se trata no tanto de la contradicción en la que cae todo régimen democrático sino de sus efectos perversos: perversos en el sentido de que en el propio seno de las democracias se desarrollan situaciones que la contradicen y amenazan con derrocarla.
Tomo en consideración tres problemas: a) la ingobernabilidad; b) la privatización de lo público; c) el poder invisible.
Sobre el primer problema, el de la ingobernabilidad, pasaré rápidamente, porque ya existe, aunque no en Italia, una amplia literatura al respecto. Naturalmente aquí no se trata de la ingobernabilidad a la italiana, o sea, en el sentido de las crecientes dificultades para formar coaliciones estables de gobierno, como lo han demostrado los tres fines prematuros que ya han tenido lugar y el cuarto que va a producirse,(5) de las legislaturas. Se trata de la ingobernabilidad entendida como consecuencia de la desproporción entre demandas que provienen cada vez en mayor número de la sociedad civil y la capacidad que tiene el sistema
político para responder a las mismas. Nos vemos obligados a constatar cada día más que la máquina estatal, incluso la más perfecta, se ha hecho demasiado débil y demasiado lenta para satisfacer todas las demandas que los ciudadanos y los grupos le formulan. Este inconveniente está estrechamente relacionado con la democracia, de la que puede considerarse un efecto perverso, porque el régimen democrático es precisamente aquél que más que cualquier otro facilita, y en cierto modo requiere, la presentación de demandas por parte de los ciudadanos y los grupos. No se puede comparar la cantidad de demandas que podía formular al estado un campesino analfabeto del siglo pasado, que ni siquiera podía votar, cuando aún no existían los sindicatos y sólo había los partidos de elites, con las que puede formular un obrero sindicado y políticamente militante en la actualidad. Ese campesino emigraba o se moría de hambre. El obrero sindicado y militante de hoy lucha diariamente para mejorar sus propias condiciones de vida, y el gobierno, si quiere sobrevivir, no lo puede ignorar. Las instituciones que permiten la presentación de las demandas son las instituciones típicas del estado democrático, empezando por el sufragio universal, para pasar a través de la libre formación de los sindicatos y de los partidos, las varias libertades entre las que son fundamentales la libertad de publicación, reunión y asociación. No debe maravillarnos que una de las más clamorosas consecuencias de la emancipación política haya sido la potencialización de los servicios públicos y, por tanto, del aparato estatal, hasta el límite de la , de cuya constatación ha surgido en estos años, y se ha extendido rápidamente, el debate sobre la ingobernabilidad.
Planteado el problema de la ingobernabilidad como problema de diferencia entre demanda y respuesta, se comprende que las soluciones extremas posibles son sustancialmente dos: o la disminución forzada de las demandas, que es la solución autoritaria; o bien el reforzamiento y la mejora del estado de los servicios, que es la solución social-democrática. Y no es ninguna casualidad que allí donde la solución social-democrática, en palabras pobres, el estado asistencial, marca el paso, hace su aparición la solución autoritaria. Respecto al problema de la ingobernabilidad, un régimen autoritario puede ser reinterpretado como el régimen que resuelve el problema no aumentando la capacidad del estado para proveer a las crecientes expectativas, sino comprimiendo la capacidad de los ciudadanos y de los grupos para proponer nuevas demandas mediante la supresión de todas aquellas instituciones, desde el sufragio universal a las libertades de publicación o de asociación, que caracterizan la ciudadanía activa. De igual forma, un estado socialdemocrático puede ser reinterpretado como el estado que intenta resolver el problema de las crecientes expectativas no bloqueando las demandas sino aceptando el desafío planteado por el desarrollo de la democracia a través de la cada vez más eficiente organización del estado llamado social o de servicios. Que este estado, llamado despreciativamente, y erróneamente, esté en crisis, no quiere decir que para resolver el problema de la gobernabilidad no haya otra alternativa que la de la destrucción de la democracia o el retorno al estado mínimo de la tradición liberal, tal como auspician los neoliberales.
Desde el punto de vista de la el problema de la ingobernabilidad presenta alguna interesante base de reflexión. Uno de los temas recurrentes de la historia política ha sido siempre el del abuso del poder. La distinción capital entre un buen gobierno y un mal gobierno se establece tomando como base el criterio del buen o mal uso del poder, donde por mal uso se entiende un poder ejercido más allá de los límites fijados por las leyes, y, por lo tanto exorbitante. El problema de la ingobernabilidad plantea el problema contrario, no del exceso sino del defecto de poder, no del poder exorbitante sino del poder deficiente, inepto, incapaz, no tanto del mal uso del poder sino del no uso. Uno de los escasos autores que ha tratado con su habitual agudeza (también Hobbes merece el título de acutissimus que Spinoza le había atribuido a Maquiavelo) ha sido el autor del Leviatán, para el cual es irrelevante el problema clásico del exceso de poder que permitía distinguir al buen soberano del mal soberano (¿cómo podría excederse en el ejercicio de su poder el soberano, cuyo poder, por definición, es ilimitado?), mientras que no es irrelevante el problema del soberano que no logra, bien por debilidad, o bien por otros motivos de incapacidad, ejercer el poder que el pueblo, al someterse, le ha atribuido. Es tan poco irrelevante que la razón principal por la que los súbditos pueden considerarse libres de la obligada obediencia al soberano es, según Hobbes, su ineptitud para el mando y, por con-siguiente, la incapacidad para cumplir con el deber fundamental que es el de protegerlos de los daños que cualquiera puede hacer al otro y de aquellos que puedan provenir de otros estados. Hobbes se limita a hablar de protección porque en su concepción el
principal fin del estado es el orden interno y externo. Actualmente el ciudadano no le pide al estado sólo la protección sino otras cosas. No obstante el problema no cambia. E, incluso, se ha agravado. El estado está en crisis cuando no tiene el poder suficiente para cumplir con sus deberes. El problema de la ingobernabilidad es la versión contemporánea del problema del estado que peca no por exceso sino por defecto de poder (se entiende del poder dedicado a la solución de los problemas de interés colectivo, a la búsqueda del ).
Si se observa lo que ha ocurrido en Italia en el curso de estos treinta años nos encontramos frente a un clamoroso ejemplo de diferencia creciente entre la demanda social y la respuesta política. Piénsese únicamente en todas las reformas propuestas, continuamente aplazadas o abandonadas, en las montañas de palabras que provocan hechos tan grandes como un ratón, al retraso con que los órganos decisorios del estado responden a las demandas que en una sociedad compleja y articulada tienen prisa por ser satisfechas, y al retraso aún mayor con el que los órganos ejecutivos ponen en práctica las decisiones adoptadas con muchas dificultades. Son cosas demasiado sabidas como para que sea necesario llamar la atención del público sobre ellas, pero que representan la prueba evidente de una democracia mal gobernada.
Por entiendo el proceso inverso al que se ha denominado y que ha sido hasta ahora considerado por los escritores políticos y los juristas como el proceso natural del desarrollo del estado moderno, que debe reconocerse en la gradual absorción de la sociedad civil en el estado. Y lo que está ocurriendo ante nuestros ojos puede ser interpretado como la derrota de la idea del estado como punto de convergencia y de solución de los conflictos sociales, como síntesis, como un punto por encima de las partes, en resumen, de la concepción sistemática del estado, tan querida por los politólogos contemporáneos, como el sistema de los sistemas. Si se identifica en la ley la manifestación más alta de la voluntad colectiva, y la prueba crucial de la existencia de una esfera pública superior a la esfera privada, una serie de fenómenos a los que asistimos en la sociedad contemporánea pueden ser definidos como un desquite del contrato, o sea, de la típica manifestación jurídica de la esfera privada. Más que como una manifestación de la voluntad colectiva el estado contemporáneo se presenta, para utilizar la feliz expresión de Carlo Cattaneo, que no se ha dejado encantar por las definiciones metafísicas de este ente supremo que se yergue imperioso sobre la voluntad de cada uno, como una entre diversos intereses. El instrumento típico de esta inmensa transacción es bastante más el acuerdo informal entre las distintas partes que componen la sociedad civil que no la institución formal, y minuciosamente regulada por la constitución, de la ley.
A fin de cuentas, la función principal del estado, pero sería mejor decir del gobierno, que es el órgano central de dirección y solución de los asuntos públicos, es la de mediador y como máximo de garante de los acuerdos que se establecen entre las grandes organizaciones (sindicatos, empresas, partidos) en conflicto entre sí, cuando no es él mismo una parte en causa, una contraparte. Las grandes organizaciones actúan como entes casi soberanos, como grandes potentados, que tienen entre sí unas relaciones destinadas a concluir en acuerdos mucho más parecidos a los tratados internacionales, sometidos a la cláusula rebus sic stantibus, que no a una ley, que debe ser obedecida sin condiciones (la obligación de obedecer a las leyes es la obligación primaria de todos los ciudadanos, como está prevista, por otra parte, en el artículo 54 de la Constitución italiana). La mejor demostración de la existencia de estos potentados semisoberanos es la tesis de los grandes sindicatos relativa a la autoregulación del derecho de huelga. No es necesario estar muy versado en derecho público para saber que la autorreglamentación es la prerrogativa del ente que se considera soberano, entendida la soberanía precisamente como el poder de autodeterminarse o autolimitarse, de determinar sin ser a su vez deter-minados, de limitar sin ser a su vez limitados.
Una de las manifestaciones más macros-cópicas de la privatización de lo público es la relación de clientela, relación típicamente privada, que ocupa en muchos casos el lugar de la relación pública entre representante y representado. La relación política es una relación entre el que da protección para recibir consenso (y a través del consenso su propia legitimación) y quien ofrece su propio consenso a cambio de protección (a veces también de otros bienes o recursos de que dispone el poder público). Esta relación se puede denominar pública cuando no tiene lugar entre Pedro, hombre público, y Pablo, ciudadano privado, sino entre la categoría de los
representantes en su conjunto y este o aquel grupo de ciudadanos que han presentado a los representantes unas demandas a través de esos canales constitucionales legitimados para transmitir la demanda que son los partidos, en suma, cuando no se trata de una relación directa, de persona a persona, sino de una relación, impersonal o indirecta, entre el órgano encargado de dar respuestas a las demandas de los ciudadanos y este o aquel grupo político organizado para la transmisión de la demanda. Como es sabido (pero normalmente los instigadores de la democracia directa lo olvidan), la razón de la prohibición del mando imperativo está precisamente en la exigencia de transformar la relación política privada, entendida como relación de intercambio entre personas, característica de la sociedad feudal, en una relación pública característica del estado legal y nacional de acuerdo con la interpretación weberiana. Esta misma relación política se transforma en una relación privada cuando sucede, como sucede en la relación patrono-cliente, actualmente estudiada tanto en las sociedades antiguas como tambien considerada una degeneración del estado representativo en las sociedades contemporáneas, que el que dispone de recursos públicos, tanto si es un diputado, un administrador local o un funcionario estatal, los utiliza como recursos privados a favor de tal o cual ciudadano, el cual, a su vez, ofrece su propio voto o su propia preferencia a cambio de cualquier favor, o bien de cualquier ventaja económica o de cualquier otro beneficio, que el hombre político o el administrador o el funcionario sustraen al uso público.(6)
Sobre el tercer y último tema del poder invisible me limitaré a hacer algunas observaciones.(7) El punto de partida me lo ha proporcionado un párrafo de Kant, contenido en el apéndice del Tratado para una paz perpetua titulado Del acuerdo de la política con la moral según el concepto trascendental del derecho público. Kant considera la como condición necesaria de la justicia de una acción, poniendo como fórmula trascendental del derecho público el siguiente principio: Que una máxima no sea susceptible de hacerse pública quiere decir que, si alguna vez fuera hecha pública, suscitaría tal reacción que sería difícil, sino incluso imposible, llevarla a efecto. Kant aplica el principio, en el derecho interno, al presunto derecho de resistencia o de insurrección al soberano, argumentando que ; y, en el derecho internacional, al derecho del soberano de infringir los pactos establecidos con otros soberanos, argumentando que si en el propio acto de establecer un pacto con otro estado el estado contratante declarase públicamente que no se siente vinculado con el pacto establecido, , con la consecuencia de que .(9)
Me parece indudable que la publicidad es uno de los caracteres relevantes del estado democrático, que es precisamente el estado en el cual deberían disponerse todos los medios para hacer, efectivamente, que las acciones de quien detenta el poder sean controladas por el público, que sean, en una palabra, . El estado democrático es el estado donde la opinión pública debería tener un peso decisivo para la formación y el control de las decisiones políticas, donde está establecido por principio que las sesiones del parlamento son públicas, que todo lo que se dice durante los debates en asamblea es publicado íntegramente de forma que todos puedan tener noticia de ello, y no sólo los que están presentes en la sesión, y los periódicos son libres de manifestarse a favor o en contra de las acciones del gobierno. En una palabra, una de las muchas posibilidades de interpretación del estado democrático es la que lo representa como una casa de cristal en la que ya no hay amnesia y ni siquiera son posibles los arcana imperii característicos del estado autocrático, de ese estado en el que es válida la máxima . El político democrático es uno que habla en público y al público y, por tanto, debe ser visible en cada instante (con una visibilidad que, con la difusión de los medios de comunicación de la imagen a distancia, ya no es ni siquiera una metáfora). Por el contrario, el autócrata debe verlo todo sin ser visto. Su poder esta hecho a imagen y semejanza del de Dios que es omnividente invisible, y es tanto más potente cuanto que todos son vistos por él y él no es visto por nadie (recuerdo que cuando estaba de moda una frase en broma sobre la propaganda electoral del partido democristiano: , repliqué que en un estado ateo, que ha hecho de la inexistencia de Dios un dogma de gobierno, y está basado totalmente en una política capilar-mente persuasiva, según la imagen de Orwell, era válida la frase opuesta: ).
Entendámonos, cuando hablo del autócrata invisible no me refiero a su aspecto externo. El poder cuanto más autocrático es más debe aparecer en el exterior con los signos inconfundibles de su potencia: la puesta en escena en medio de la ciudad, la corona y el cetro,
la magnificencia de los ropajes, el cortejo de los nobles, la difusión de los símbolos en su sentido propio de . Pero debe hacerse notar de inmediato que esta visibilidad puramente exterior no se corresponde con una igual visibilidad de la sede, el en el que se toman las decisiones políticas. A la visibilidad del actor o de los actores, necesaria para infundir el sentimiento de respeto o de temor reverencial para quien es el dueño de la vida y de la muerte de sus propios súbditos, se contrapone la invisibilidad de las acciones necesarias para garantizar, junto con la incontrolabilidad, la más absoluta discrecionalidad.
Considero relevante el problema del poder invisible porque uno de los aspectos preocupantes de nuestra democracia es que la publicidad, la transparencia, la visibilidad del poder no han resistido , en estos años, la prueba. Me sorprende muchísimo ver lo poco que se ha reflexionado por parte de los escritores políticos sobre la importancia que ha asumido en nuestra vida cotidiana el poder oculto, tanto por parte del estado como por parte del Antiestado. Servicios secretos por una parte y grupos terroristas por otra han sido siempre dos rostros del mismo fenómeno, o sea del poder que se oculta para ser más invulnerable. No es necesario subrayar cuan grande ha sido la influencia en la vida política de nuestro país de la acción política invisible, de la matanza de la plaza Fontana al terrorismo de nuestros días.
Pero lo que sí tengo prisas por subrayar es que el tema del poder oculto, olim de los arcana imperii, o lo que es lo mismo, de los arcana seditionis, ha sido completamente eliminado de los tratados de ciencia política y de derecho público como si ya no tuviera ningún interés, como si, con la aparición de los estados constitucionales modernos y con la formación de la opinión pública, el fenómeno hubiera desaparecido por completo. Piénsese, por contraste, en el espacio que ocupa el tema de las conjuras en la obra de Maquiavelo, que le dedica uno de los capítulos mas densos de sus Discursos. Será positivo que, de ahora en adelante, se le dedique un espacio igual de amplio en nuestros próximos estudios.
Al tema de la visibilidad e invisibi-lidad del poder se suman otros dos temas: el de la ideología como ocultación y el de la creciente capacidad para conocer los comportamientos de los ciudadanos, y por tanto de , a través de la organización pública de centros de información cada vez más perfeccionados y siempre más eficaces mediante la utilización de medios electrónicos.
Una de las funciones de la ideología es la de ocultar la verdad con objeto de dominio: el interés de una clase hecho pasar por el interés colectivo, la libertad de unos pocos hecho pasar por la libertad sin limitaciones, la igualdad puramente formal hecha pasar por la igualdad sustancial o de oportunidad, etc. Por tanto el poder tiende no sólo a esconder, a no hacer saber quién es y dónde está, sino incluso a esconder sus auténticas intenciones en el momento en que sus decisiones se hacen públicas, a hacer aparecer lo que no es (o de la simulación). Quien esté un poco familiarizado con la literatura de la razón de estado sabe cuán grande es el lugar que ocupa el tema de la simulación y de la disimulación: este también es un buen motivo para volver a utilizar los clásicos del pensamiento político. El único antídoto ante esta tendencia de quien detenta el poder es la crítica pública, la cual debe proponerse la tarea del , o, con una palabra de la que se ha abusado mucho pero aquí totalmente adecuada, de la . Es inútil añadir que sólo en un estado democrático, en el que una de las reglas fundamentales del juego es la licitud de la disensión, esta tarea de la libre crítica puede encontrar las condiciones indispensables para su propio desarrollo.
Acerca de la real potenciación de los medios que tiene el poder para ver lo que sucede en la sociedad sobre la que se expande, debemos decir que no es posible comparar su intensidad y su extensión, característica de un estado moderno que tenga el monopolio de los medios de información o, por lo menos, de un cierto tipo de medios de información, con la de un estado, aunque sea más absoluto y despótico, de la antigüedad. Quien lea actualmente las narraciones históricas cada vez más frecuentes y numerosas de las rebeliones campesinas que estallaban de improviso y no por temporadas durante el dominio de las monarquías absolutas, se da cuenta de lo poco que lograba el monarca con su aparato de funcionarios, que las rebeliones se desencadenaban sin que el poder pudiera prevenirlas, si bien después no se mostrara muy sutil en el momento de reprimirlas. Se trata también, en este caso, de un fenómeno que va en sentido inverso a la ampliación y reforzamiento de la democracia. A medida que aumenta la capacidad del estado para controlar a los ciudadanos debería aumentar la capacidad de los
ciudadanos para controlar al estado. Pero este crecimiento paralelo esta muy lejos de verificarse. Entre las diversas formas de abuso del poder está, actualmente, la posibilidad por parte del estado de abusar del poder de información, distinto al abuso del poder clásico que era individualizado esencialmente en el abuso de la fuerza. Se trata de un abuso de poder tan distinto y nuevo que deberían imaginarse y poner en práctica nuevas reglas sobre los límites del poder del estado. Y estamos aún muy lejos de haberlo hecho. Pero baste por ahora haber aludido al problema que merecería en un futuro mayor consideración.
Ingobernabilidad, privatización de lo público y poder invisible, son tres aspectos de la crisis de la democracia, que se deja sentir un poco por todas partes pero que es particularmente grave en Italia. Además, en nuestro país la crisis de la democracia se ve agravada también por la crisis del estado de derecho, como lo demuestran diariamente los escándalos derivados del hecho de que, por debajo del gobierno constitucional, trabaja activamente otro gobierno (llamado acertadamente ) , y de la crisis del estado tout court, como lo demuestra el desencadenamiento de la fuerza privada, que la fuerza pública no logra dominar. Me he detenido particularmente en la situación de peligro hacia la que va el sistema democrático porque considero que el resaneamiento y la solución de esta crisis es la condición necesaria para la solución de las otras dos.
2. T. Hobbes, Leviathan, ed. M. Oakeshott, Oxford, Blackwell, p.82.
3. Me refiero al libro de C. B. Macpherson, The Political Theory of Possessive Individualism, Oxford, Clarendon Press, 1962.
4. N. Bobbio, Quale socialismo?, Turín, 1976, pp. 45-52.
5. Tan inminente -cuando escribía estas páginas (enero 1981)-, como que se verificó puntualmente, sólo que dos años después.
6. Sobre este tema me he detenido más extensamente en dos artículos sucesivos: Liberalismo vecchio e nuovo, en Mondoperaio, Nº 11, 1981, pp.86-94; y Perché torna di moda il contrattualismo, en Mondoperaio, Nº 11, 1982, pp. 84-92.
7. Para un desarrollo más amplio me limito a mi artículo La democrazia e il potere invisible, en Rivista italiana de scienza politica, X, 1980, pp. 189- 203.
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